domingo, 16 de enero de 2011

Recuerdos.

Hoy he pasado por aquel lugar, y he recordado instante a instante aquel fatídico día.
Recuerdo cómo suplicaba que no me abandonasen. Pedía perdón una y otra vez, sin saber por qué. Prometía no ser un estorbo, ocupar poco espacio, ser imperceptible... tal como acabé siendo con el paso de los años.
Pero todas aquellas palabras que escondían rabia y desesperación no servían de nada.

De aquella vieja y decrépita puerta salió una mujer alta, seria, y con una mirada impenetrable.
La miré, asustado y temeroso, y me dí media vuelta. Observé a mis padres. 
Él, serio y distante, como siempre. Ella escondía tristeza en sus verdes ojos, aquellos que yo había heredado. Entonces se agachó, y al oído me dijo:

- Perdóname, corazón. No sabes lo mucho que me cuesta hacer esto, pero algún día te darás cuenta de que es por tu bien.

- Déjalo, Isabel. Es solo un niño caprichoso e insolente-, dijo él, y tirando de su chaqueta se la llevó para siempre.

Me decía que era por mi bien, pero aún hoy, a mis 20 años, sigo sin comprender qué tuvo aquello de bueno para mí. No me importaba sufrir, quería compartir su dolor, estar a su lado.
Prefería eso mil veces antes que la soledad a la que me sometí en aquel frío orfanato.
Pensaban que por tener cinco años no me daba cuenta de lo que estaba pasando, pero era tan consciente de la situación como lo soy ahora. Los moratones no escapaban de mi vista, tampoco los gestos de dolor.


Aquel día fue el último que la vi. Hoy la busco en cada esquina, en cada calle... pero nunca encuentro aquel rostro que tanta paz me transmitía.


Recuerdo como me llevaba a aquella tienda de instrumentos musicales y nos sentábamos en aquel antiguo piano de cola, y ella tocaba aquella hermosa melodía que no logro olvidar, pero que tampoco quiero olvidar. Supongo que es la forma de sentirla aquí, conmigo. Y por eso cada día voy a la tienda de música, me siento en el mismo lugar, y toco la misma canción. 


Algunos pensarán que es una forma estúpida de consolarme, pero es el mejor momento del día, en el que el dolor que reside en mi pecho se atenua cuando miro a mi izquierda y la veo, sentada junto a mí, sonriendo y animándome a seguir adelante.


Es la fuerza que me hace continuar, el motor de mi vida.




Las lágrimas caían por las mejillas de una emocionada Elena, que deseaba conocer a aquel que compartía sentimientos tan similares a los que ella albergaba. Quería devolverle su diario, aquel pozo de sentimientos, emociones y recuerdos.

Un presentimiento le decía que él estaría en la tienda de música que estaba al doblar la esquina.

Decidió acudir a aquella cita que el destino había concertado, sin saber lo que encontraría allí.

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