miércoles, 19 de enero de 2011

La tienda de música.

Allí estaba. Esa era la vieja tienda de música.

Elena respiró hondo y abrió la puerta tímidamente, pero con la valentía que le había faltado durante los últimos meses.

Entró con el diario en la mano y, decepcionada, vio que no había nadie allí.

- ¿Querías algo?

Elena se giró y vio tras ella a un hombre de avanzada edad, al que la vida  no había perdonado el paso de los años, que ahora quedaban reflejados en aquellas arrugas que recorrían su rostro. Contrariado, tal vez por una cara nueva después de tanto tiempo, repitió:

- Perdona, ¿necesitas algo?

- Eh... Bueno, yo... La verdad es que, bueno, me encontré esto - dijo señalando el diario -, su dueño escribió que solía ir a...

El anciano desapareció tras la cortina que separaba el establecimiento de la trastienda.
Elena ya se disponía a irse, cuando aquel hombre le tendió un papel algo arrugado mientras preguntaba:

- ¿Lo reconoces?


Comenzó a leer:

"¿Has sentido alguna vez que no eres nadie?
He oído esa frase mil y una veces: no somos nadie. Odio esa expresión, pero lo que más me molesta es llegar a sentir que es cierta...

A veces me pongo a pensar en qué soy y qué quiero ser... pero no tengo una respuesta clara.

Por una vez me gustaría ser la protagonista de mi propia historia, y no solo un personaje secundario... Pero siento que nunca voy a encontrar esa aventura que vivir, ese sueño que cumplir..."


Según avanzaba en la lectura de aquel manuscrito, su voz se quebraba poco a poco, una presión asolaba su pecho y las lágrimas anegaban sus ojos.

Ella lo había escrito, ella había arrancado aquella hoja de su cuaderno y la había llevado hasta el mar, donde había dejado que la corriente se la llevara al fondo, con la esperanza de que con ella se fuesen sus preocupaciones. Y ahora estaba allí, en sus manos.


- Supongo que te resulta familiar...

Elena asintió con la cabeza, ya que su boca no emitía sonido alguno.

- Entonces, creo que deberías leer esto.

Aquel anciano dejó un sobre cerrado sobre la mesa que los separaba, y desapareció nuevamente, concediéndole a Elena algo más de intimidad.



Ella, temblorosa, tomó el sobre y se dirigió hacía el bello piano de cola que había al fondo.
Se sentó y lo abrió. De él sacó un papel donde reconoció aquel trazo tan familiar:


Me esperaba que pudieras ser tú la que encontrara mi diario, y no quería perderme la oportunidad de conocerte.

En este momento te estarás preguntando quién soy y, sobre todo, qué ha pasado con tu carta sin destinatario.
Bien, empezaré por lo segundo.

El día que estabas en la playa yo descansaba sobre la arena, a solo unos metros de ti.
Fue entonces cuando vi tu desesperación, y en parte me reconocí a mí mismo reflejado en cada uno de tus movimientos.
Quería acercarme a ti y ayudarte, compartir tus emociones, a pesar de que no nos conocíamos de nada, o de casi nada.
Pero te fuiste corriendo.
Me acerqué a la orilla y vi flotando un papel, lo recogí y después lo dejé secar a la luz del sol.
Cuando lo leí no podía salir de mi asombro, viendo que no era el único que me sentía así.
Recibí una llamada, me fui a casa corriendo y, desgraciadamente, olvidé allí mi diario.
Ahora imaginándote leyendo esto pienso que realmente fue un regalo del destino, y considero ese olvido una fortuna; así que rectifico, afortunadamente perdí mi diario.

En cuanto a quien soy, me gustaría que lo vieras en persona, es decir, que podamos conocernos de una vez por todas.

Te propongo algo: esta tarde te esperaré a las cinco en el parque que está a las afueras de la ciudad, en la zona norte; siguiendo el sendero podrás llegar a un pequeño camino que lleva a un banco. Allí estaré.


Elena miró el reloj: eran las cinco menos cuarto.

Salió de la tienda. Dejó atrás su torpeza habitual y corrió veloz, más ágil que nunca.

Algo que desconcertaba a Elena, a parte de lo evidente, era que aquellas indicaciones la llevaban a un lugar más que conocido para ella: su parque, su banco...
¿Qué encontraría allí?

domingo, 16 de enero de 2011

Recuerdos.

Hoy he pasado por aquel lugar, y he recordado instante a instante aquel fatídico día.
Recuerdo cómo suplicaba que no me abandonasen. Pedía perdón una y otra vez, sin saber por qué. Prometía no ser un estorbo, ocupar poco espacio, ser imperceptible... tal como acabé siendo con el paso de los años.
Pero todas aquellas palabras que escondían rabia y desesperación no servían de nada.

De aquella vieja y decrépita puerta salió una mujer alta, seria, y con una mirada impenetrable.
La miré, asustado y temeroso, y me dí media vuelta. Observé a mis padres. 
Él, serio y distante, como siempre. Ella escondía tristeza en sus verdes ojos, aquellos que yo había heredado. Entonces se agachó, y al oído me dijo:

- Perdóname, corazón. No sabes lo mucho que me cuesta hacer esto, pero algún día te darás cuenta de que es por tu bien.

- Déjalo, Isabel. Es solo un niño caprichoso e insolente-, dijo él, y tirando de su chaqueta se la llevó para siempre.

Me decía que era por mi bien, pero aún hoy, a mis 20 años, sigo sin comprender qué tuvo aquello de bueno para mí. No me importaba sufrir, quería compartir su dolor, estar a su lado.
Prefería eso mil veces antes que la soledad a la que me sometí en aquel frío orfanato.
Pensaban que por tener cinco años no me daba cuenta de lo que estaba pasando, pero era tan consciente de la situación como lo soy ahora. Los moratones no escapaban de mi vista, tampoco los gestos de dolor.


Aquel día fue el último que la vi. Hoy la busco en cada esquina, en cada calle... pero nunca encuentro aquel rostro que tanta paz me transmitía.


Recuerdo como me llevaba a aquella tienda de instrumentos musicales y nos sentábamos en aquel antiguo piano de cola, y ella tocaba aquella hermosa melodía que no logro olvidar, pero que tampoco quiero olvidar. Supongo que es la forma de sentirla aquí, conmigo. Y por eso cada día voy a la tienda de música, me siento en el mismo lugar, y toco la misma canción. 


Algunos pensarán que es una forma estúpida de consolarme, pero es el mejor momento del día, en el que el dolor que reside en mi pecho se atenua cuando miro a mi izquierda y la veo, sentada junto a mí, sonriendo y animándome a seguir adelante.


Es la fuerza que me hace continuar, el motor de mi vida.




Las lágrimas caían por las mejillas de una emocionada Elena, que deseaba conocer a aquel que compartía sentimientos tan similares a los que ella albergaba. Quería devolverle su diario, aquel pozo de sentimientos, emociones y recuerdos.

Un presentimiento le decía que él estaría en la tienda de música que estaba al doblar la esquina.

Decidió acudir a aquella cita que el destino había concertado, sin saber lo que encontraría allí.

domingo, 9 de enero de 2011

Memorias de un diario inquieto.

¿Alguna vez te has parado a pensar en qué será de ti mañana?
¿En cuántos días te quedan de vida? ¿En qué hay más allá de ella?

A veces preguntas como estas me atormentan, porque sé que no podré encontrar respuestas.
Soy una mente inquieta y curiosa deseosa de soluciones que nunca obtendré.
Realmente no, no entiendo esta vida, esta sociedad, los estereotipos y modelos a seguir...
Me siento como un pez de agua dulce en medio del extenso mar, fuera de lugar.
Y  después está el miedo, ese miedo a lo desconocido y a lo futuro...


Así empezaba aquella especie de diario que había encontrado días atrás Elena.
Entre hojas sueltas y partituras, revestidas de un trazo preciso a la vez que bello, se escondían palabras cargadas de sinceridad, escritas por alguien a quien no conocía, o que tal vez se había cruzado alguna vez en medio de las calles de su ciudad, porque todo era posible.

Elena siguió enfrascada en la lectura de aquel manuscrito, cuya letra le resultaba extrañamente familiar...